CRÓNICA DE UNA TEMPORADA EN LA AMAZONIA PERUANA

Por Marcelo Padilla

“Como ocurre en ese reducto de pachamama amazónica en cierto modo aún a salvo, aunque a duras penas, del capitalismo voraz: “hombres y mujeres anónimos que no quieren conquistar nada”, subsistiendo gracias a una “economía de amparo”, y que “con solo quedarse quietos se están oponiendo” al programa neoliberal para el planeta Tierra, y es ahí donde “la distancia se hace silencio, donde la experiencia es -otra vez, como en el otro lado- intransmisible. Porque si allá cundía el mero estar del cuerpo biológico, acá el concepto del “mero estar” precolombino sale de sí y se hace social, comunitario, anterior al mandato de Ser. Estar-vivir en comunidad con la naturaleza versus ese apropiarse del espacio propio del heteropatriarcapitalismo, el Ser-alguien del que hablaba Rodolfo Kusch. Siempre hay un tesoro al final de las aventuras de la experiencia. Los alquimistas, esos audaces experimentadores de la química pre científica, en la frontera de la magia y la genética, imaginaron ese tesoro como fórmula para convertir todo en oro -posta que van a tomar los empresarios- así como en los ciclos heroicos Jasón y los argonautas traía el vellón de oro, que después se transformaron en el conquistador, Cortés o Aguirre, la ira de Dios. Pero la lección final vuelve a ser sapiencial, en la tradición mágica arcaica, del sujeto enfrentado a una revelación que no tiene más contenido que su presente: “Nunca se sabrá dónde están los miles de kilos de oro que dejaron aquí los incas. El tesoro es la propia selva y el mismo río. Lo único que te puedes llevar de aquí es una película en tu mente”. Las crónicas tribales de Marcelo Padilla son, repito, testimonios porque justamente quieren traer a la tribu el viejo saber del relato personal, inalienable, la película de la mente hecha con los signos dispersos de una cultura a punto a estallar. (Gastón Ortiz Bandes)

 

El viaje nace desde la incomodidad y el privilegio (de poder irme). Ya soy grande, me doy el lujo de pasear el silbido que sabe a milonga de invierno. Voy a la vorágine, al vientre de la amazonia peruana para luego ir río abajo. Ese es el plan, no sé si lo cumpliré a la medida. Veré. No objeto al mercader. Dejo que caigan las conversaciones por cansancio. Elimino la voluntad y soy uno más de la tribu urbana explotada. Voy a la Venecia amazónica a saber el sabor y a saborear el saber del “mero estar” en el río más grande del mundo. A perderme, a encontrarme, a nadar. Seis y media de la mañana. Volamos a la altura del sol y debajo se ven las nubes serpenteantes atravesadas por los primeros rayos. Voy pegado a la ventanilla en la última fila del avión. No me acompaña nadie en los dos asientos a mi derecha. Así fue el viaje de Lima a Iquitos, último  tramo que arrancó en Mendoza, paró cinco horas en Santiago de Chile y luego diez horas más de escala en el aeropuerto de Lima para la conexión final a la selva. Llevo más de 35 horas sin dormir y no me importa…es una forma del cansancio que pasó a otro estado indoloro e inmaterial.

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Asoman los primeros contornos y dibujos del sitio más estremecedor del planeta que al menos yo haya visto. Los primeros colores: verde de mata y marrón de un río inagotable para el alcance visual en la vigilia de los ojos abiertos. Nos aproximamos a través de unos planeos… y sí, ahí está uno de los ecosistemas que refugia la mayor biodiversidad del mundo: La amazonia. De tantas horas viajando y deambulando en aeropuertos hasta olvidé el destino final. Imponente se abren a la vista infinitos fotogramas de manglares y una serpiente marrón grisácea que los nutre. No pude pensar en nada, alguno que otro cuelgue ligado “al hombre y sus formas de vida”, pero nada que no fuese más que un relampagueo. Entonces lloré. Sudaban mis ojos. Era ahí donde finalmente clavaría el destino un viaje que nació de charlas con un amigo brasilero, economista ambiental, y mi amiga mendocina Mónica, a los que visité en varias ocasiones en Brasil donde estuvieran viviendo. San Pablo, Ubatuba. Con ellos charlé sobre la amazonia porque justamente Marcelo, el compañero de mi amiga, realizó trabajos, estudios y viajes a la reserva protegida del Xingú, en zona brasileña. Pero eso fue hace como 6 o 7 años atrás. El tema es que mientras se acercaba el avión a la pista y sobrevolábamos el Perú selvático, lloré. Sentí que estaba en carne viva.

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El río vaporoso, la selva humeante, el viento suave, la tierra embarrada y enrojecida. Apenas pisé suelo selvático se me ocurrió besarlo. Debo confesar: cada día muto más espiritual y soy de hacer esas cosas medias litúrgicas. En todo caso es una manera que adopta mi escepticismo ascético que vengo transitando en los últimos años. Y así voy, por ahora, conectándome con lo que cimbra. Veinte años dando clases en la universidad, de antropología y sociología de la cultura popular, que por años me atraparon… y en otros no. Una especie de descentramiento que me llevó a negar el propio cuerpo estremeciendo. Por eso escribo lo que veo, siento y escucho desde hace una década, como si hubiera estado embarazado de otra forma de mirar el mundo que fui pariendo lentamente.

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Ocho de mañana. Llego a “La Casa Fitzcarraldo”, una posada que el viejo Walter –su dueño- levantó luego de que el propio Werner Herzog y su mujer, más su equipo de producción, se hospedaran aquí durante varios meses para rodar “Fitzcarraldo”; la película que promovió a Iquitos al mundo a fines del ochenta. Un film de culto, cine de autor que supo Herzog sostener con “Aguirre, la ira de Dios”, y otros documentales. Ambientada a principios del mil novecientos -cuando la ruta Iquitos-Manaos se convirtiera en la meca del cultivo y explotación del caucho que se extrae de la selva-, narra la historia de un bohemio apasionado de la Opera que busca financiar un proyecto loco: levantar un teatro para Operas en la selva. Véanla, para no seguir con la lata del cuento. Y si la vieron, véanla de nuevo. En mi caso, por verla de nuevo terminé viniendo a la que ahora es posada y museo de aquel film. Pero esto que recomiendo es parte de la liturgia, lo que importa es Iquitos y sus endiabladas. Los pactos, en todo caso, que intuyo, deben haber realizado Dios y el Diablo para que este sitio sea un paraíso infernal.

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No sé bien qué hacer. El letargo indispone mi cuerpo. Debe ser la humedad (supongo), la humedad de la selva, para quien recién llega, es un shock climático y mental. Camino sin sentido por la posada. Entro y salgo de la habitación sin saber para qué. Ordeno la ropa y no pienso. El patio está montado con fotos de Klaus Kinski y su locura, fotos de archivo de la película. Suena Enrico Caruso en parlantes metidos entre los arbustos y lo busco. Leo un cartel: “no hacer ruido, cuide las plantas”. Veo unas construcciones de madera que se elevan como chocitas miradoras y espigones verdes, salvajes. También una nube negra cargándose… y el sol, dando chutazos a la especie. No he comido lo suficiente para reponer fuerzas. De tan cansado, para activar, me pongo a hacer flexiones de brazos y me baño en la pileta de la Casa. Pido un desayuno selvático y cuando decido tirarme a dormir…me invento la necesidad de salir a la calle extremando el estado.

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Todas las ciudades tienen una avenida larga y ancha. Y justamente me tocó alojarme en una de ellas, Avenida La Marina, Iquitos, Loreto, Perú. La mayor vena por donde corre sangre ruidosa. La Avenida bordea el río. A tan solo cien metros del Amazonas. Salí a la calle a caminar con el objetivo de comprarme un ratoncito para la compu porque con los dedos nunca me manejé del todo bien; y el mío, lo dejé en Mendoza. En Iquitos hace unas décadas a alguien se le ocurrió un sistema de transporte que hoy es el medio por excelencia de los nativos: los mototaxis. Se calcula que hay 25 mil mototaxis en todo Loreto; al menos, eso me dijo Irwin, un pibe de 17 años que me acercó a la zona del mercado montado en las barbas de las favelas de Belén y Maynas. Y sonó creíble, porque cuando lo tomé y recorrí la avenida pasaban por detrás y por la mano contraria como mosquitos. Miles. El mototaxi es sencillo. Una moto honda 125 con una carcasa detrás, un carrito con dos ruedas y un toldito. En el asiento de pasajeros caben dos personas cómodas y se viaja rápido. Lo timonean viejos y jóvenes, algunos muy jóvenes. Los venden en locales como a cualquier moto y cada uno tiene su color y decoración especial hecha por el dueño. Hay quienes lo usan como único medio de trabajo y quienes hacen changas a la salida de sus labores para aumentar sus ingresos. Esto me lo contó Elmer, otro chofer, anoche. Están en todos lados…y salen por debajo de las piedras. Autos… pocos, mototaxis… ruidosos como insectos en la noche. Por 5 soles uno puede recorrer un largo tramo y pasar de distrito en distrito a puro ronroneo. También están los troncomóvil, unos micros chicos de madera muy coloridos que hacen distancias más largas. Pero son los menos. Y motos, miles de motos sueltas manejadas principalmente por mujeres. La ciudad es un ronquido permanente. Ni más ni menos Latinoamérica viva y escandalosa. Ahh…me bajé en el mercado y nunca compré el mouse. Es que me puse a andar sin rumbo y me olvidé. El mercado es un puesto a cielo abierto de frutas, verduras y comidas típicas, y de gente viviendo en el “mero estar” kuscheano. Instalado al menos en seis manzanas rodeando caseríos. En la calle. ¡¡¡Cómo no perderse y olvidarse un faquin mouse!!!…jaa. Ahí… latiendo. Me tratan como gringo. Sin embargo al toque les aclaro que soy argentino… ¡Eyyy… hermano latinoamericano, vecino, Che Guevara! -me dicen luego, con un tono amistoso. Y me sale naturalmente saludarlos con los dos dedos en V, como si todos fuésemos peronistas. Una manía que tenemos.

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Estoy envuelto en un estado de shock, y, por momentos, no creo estar aquí, algo así como una alucinación, no un sueño, tejido en un entramado de plantas salvajes que me cercan y crecen, atravesándome eróticamente. Me desperté a las siete de la mañana y desayuné frutas, escribí la primera parte de esta crónica y me ensoñé. Caí a la cama ancha que me toca en vida y dormí mientras unos niños jugaban gritando en el agua. Sentí una lluvia catarral. Dormía… todo sucedía y yo dormía. Afuera el mundo hecho de pertrechos pegados uno al lado del otro, como las casas que se montan en las serranías y en la selva. La humedad es un estado mental, conté, además de climático. Activa y baja, mantiene, produce la alucinación y, con los ojos cerrados deja viajar. Me conduce como un chamán a mi amor, a mis hijos y a las escondidas parvas lácteas antes del destete. La vida va rompiéndose (como dice el poeta chileno Raúl Zurita) desgajándose, agrego. Siento el proceso de extinción de la especie pero sin sufrimiento, porque veo cómo la vida implica arrastrar los deseos, y destruirlos también en una tensión biológica permanente. Hemos de desaparecer y por el momento es vida breve pero intensa. Envuelto entre las plantas, bajo la lluvia que escupen estas nubes negras que forma el río para explotar y manifestarse a su modo, violento y sísmico. Cuando digo “mero estar” (traje mi libro sagrado “América profunda” de Rodolfo Kusch, el único libro que merece la estadía) digo vida rompiéndose, zuritamente. Un café y unos puchos me bastan para pasar la ensoñación y seguir escribiendo. Estuve unas horas en Belén y Maynas, caminando entre favelas junto a mapu, un nativo dispuesto, y luego navegando en bote por el Itaya y el Amazonas. Más luego se los cuento porque es mucho, y mucho es todo, y todo merece descanso.

Vengo a ver a qué vengo.

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Anoche se cayó el cielo en la selva. Llovió como si el Amazonas entero  hubiera mutado, hecho nube negra y luego tormenta para disparar desde arriba y volver a llenarse. El suceso climático contuvo a los iquiteños en barcitos y puestos para beber y comer… con música de cumbia. En el barrio se escuchaban las peleas de la barbarie de algunos dioses que de aquí fueron expulsados por puritanos. No hay pureza que aguante esta selva. Falsos mitos para turistas. Este pedazo de planeta es un caldo denso, un guiso de guerra que hiede. Hay putrefacción y mata verde, locura y orden, equilibrio y delirio, desarmonía que suena bien. Recostado en mi cama pasé la tarde-noche escuchando la lluvia y su golpeteo en las hojas de las palmeras. Salí una vez a ofrecerme desnudo bajo el agua, parado, mirando al cielo, con la orquesta de fondo negro hasta el cierre del batuque. Iquitos me acostó de realidad, de noche fondo negro, a dormir sobre sus escamas.

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Cuando me perdí en el mercado me enteré por un cartelito que estaba en el distrito de Belén. Sol intenso de mediodía y la pegajosa. Los feriantes del calor. El rumor dialectal del mercadeo exótico para el extraño. Me hundí en las favelas de Belén. Era solo caminar siguiendo los andariveles de madera y pasar saludando nomas a los humanos tendidos en hamacas, dentro de sus casas con techos de choza. Y a otros deambuladores eternos que gastan el tiempo sin saber que el tiempo es una categoría conceptual. Por eso lo derrochan. En las casas, oscuridad para apaciguar el infierno sol. Andaba en eso cuando me crucé con mapu, un lugareño. “Segundo es mi nombre”, dijo estirando la mano. “Marcelo”, respondí dándole la mía. Le dicen “mapu” y es patrón en la favela. Amablemente me invitó a conocer ese mundo desde su vientre. Compré dos botellas de agua para compartir y fuimos donde él quiso. Me dejé llevar sin cuitas y charlamos. Belén es un sitio bendecido y condenado. Pegado al río Itaya -uno de los afluentes del Amazonas-  se sostiene sobre el agua con pilotes de madera de árboles de la selva enterrados en la tierra. Suspendido. Aquí se vive suspendido. Y las calles interiores son de agua. Por eso le llaman la Venecia amazónica, con la diferencia que aquí no hay mercaderes renacentistas, tan solo hombres y mujeres anónimos que no quieren conquistar nada. Belén está secado. El río ha bajado y solo quedan los restos amontonados de plásticos y ramas que unos hombres juntan de a montones para que pasen a levantarlos algún día desde el Estado. Por lo que vi, “el Estado” son los propios habitantes en pobreza sostenible. “Es la temporada”, dice mapu… “cuando baja el río, en la tierra podemos jugar al fútbol y los niños corretear”. Pasamos por dos escuelas a la hora de salida de los niños. Cruzamos una canchita de barro acercándonos a la orilla del río que asoma. A mapu lo saludan todos. Lo cargan. Saben de sus diabluras y menudencias. Él los ignora cómplice y ríe. Suda conmigo. Quiere mostrarme todo su poderío. Es rico en tiempo. “¿Quieres conocer Maynas? …ven! sígueme!”. Maynas es un distrito gemelo de Belén. Andurriales y gente haciendo nada. Cocinando fritangas. Durmiendo. Vendiendo aguajes. Huidos del sol. El río les da los peces y las orillas los frutos y las verduras cultivadas. Algunos venden en la puerta de sus casas lo mismo que comen. Llegamos al muelle donde nace el Itaya. “¿Vamos a navegar?”, pregunté. “Vamos pues”, afirmó mapu… y nos subimos al bote de Hernán.

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Mapu es un busca con expertise en relacionamiento. Se gana unos soles de esa manera, gestionando. Y se le nota bien con lo que hace. Trabajó como puntero político en la campaña de PPK, el candidato que ganó el balotaje en las últimas elecciones hace poco. El que le ganó a Keiko Fujimori por poco. Sin embargo en las poblaciones selváticas ganó Keiko. Como verán, acá tampoco existe la pureza ideológica: izquierda, derecha, da igual. En todo caso la política, o la casta política peruana, va por un lado y el pueblo por otro. Y en la selva se vive subterráneamente. Sin revoluciones, en el “mero estar”. Haciendo el día a día como si el mundo fuera a terminar en la noche o no fuese a terminar nunca, que para el caso es el mismo modo de pensar. “Economías de amparo” les llama Rodolfo Kusch, no de subsistencia, de amparo. Refugios pre-capitalistas o fuera del capitalismo, quizá navegando dentro del capitalismo en sus fisuras. La riqueza es otra cosa. Lo que cuenta es el ciclo de la selva. Y a la selva la están desforestando las empresas que trabajan con producciones a gran escala. Me cuenta mapu que a la parte de Belén que roza el río la quieren reubicar. Es decir, los quieren sacar de allí para invadir la zona con otros intereses “más productivos”. Pero son miles los que viven suspendidos en el tiempo y se oponen a la reubicación. Ellos con solo quedarse quietos se están oponiendo. Así, en hamacas. Fritando peces. Comiendo frutas. Tirados o levantados. Pescando en las noches en botes viejos. En un proceso de extinción lento y perezoso… en una eternidad que se gasta sin la ansiedad de las grandes ciudades.

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Cansino en el bote de motor ruidoso con Hernán timoneando vamos con mapu por el Itaya…el viejo río está ahí nomás y lo calzamos en la punta de una desembocadura. Ya estamos en el Amazonas. Tráfico de barcazas pequeñas, algunos barcos aparcados, imponentes, lustrosos… y los botes de los pobres. En un bote de los pobres vamos y vamos por el río acariciando la selva y perdiéndonos en los recovecos de puro gusto. A lo lejos se ve la plástica artística de los pulmones chamánicos. Las tribus andan por ahí…estuve con los Boras y los Yaguas, dos tribus de la selva amazónica peruana que viven muy cerca entre sí, a las cuales se puede visitar llegando en alguna embarcación a una hora y pico de la ciudad de Iquitos.

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Salí de mi hospedaje cerca del mediodía y me dirigí al mercadito donde nace el río Nanay, afluente del Amazonas. Una plazoleta repleta de gente me recibe.  Sitio popular con feriantes que viven del turismo interno y nacional. Se acercaron varios oferentes para excursiones y esas cuestiones… y seguí de largo. Fui en busca de un pescador artesanal o dueño de un bote con quien pudiera charlar y navegar por un buen precio. Encontré a Marco Antonio -un iquiteño que, junto a su esposa se dedican a la pesca y traslados por los ríos-. Con él combinamos ir a las tribus. Nos acompañó su hijito Antonio, de unos diez años. El cielo nublado da otra sensación en el río. Y cercando la selva todo se torna más oscuro, como si estuviera anocheciendo a las tres de la tarde. El Nanay estaba quieto y quise tirarme un rato, pero Marco Antonio me advirtió que no era conveniente, -“cuando ha llovido mucho de noche, está lleno de pirañas”. Descarté la posibilidad. Fuimos charlando sobre las tribus y sus formas de vida, diferentes, cada una con sus dioses y demonios, vestimentas y pinturas. Ya habíamos empalmado con el río Momon, zigzagueando árboles y plantas de más de diez metros de altura. Entramos en una olla y no había un alma. Solo se escuchaba el ensordecedor ruido de los insectos y los pájaros. Una especie de paraíso silencioso y nosotros tres más solos que de costumbre. En esos cabildeos llegamos a los boras, la etnia más numerosa y ancestral de la amazonia peruana. De lejos salían los nativos desde el estómago de la selva alzando sus manos, invitándonos a acercarnos. Encallamos y uno de los miembros de la tribu realizó un saludo en su lengua y me puso su collar en señal de hospitalidad. Estaban con el torso desnudo y vestían faldas claras. En la maloca (un gran quincho hecho de maderas y hojas de palmeras) se reunieron mujeres y hombres jóvenes. Los Boras viven a una hora caminando desde la maloca selva adentro. Al sitio lo usan para recibir a los visitantes y vender sus artesanías, realizar sus danzas y rituales. Hasta ahí se llega. Los pocos que llegan. O mejor…los que van, porque no son visitados por el turismo masivo. Si uno quiere y les agrada puede ser hospedado en su comunidad. Y no cobran dinero por ello, “es a voluntad”- me dijo uno de los muchachos, cuando le pregunté sobre la posibilidad. Los Yaguas viven cerca de Los Boras. Son pocos, resisten estoicos, me dijeron 65 quedan. Llegamos y el cacique nos recibe. Me pinta en la cara rayas naranjas, con sus dedos que untan la pasta de un fruto partido en dos. Es un viejo yagua, un Curaca servicial. Me lleva a la maloca donde están los demás. Me canta en su lengua y cierra los ojos. Yo lo miro sin parpadear, estremeciendo. Los niños piden soles. Las artesanías colgadas esperan. Bailamos su danza. Tiramos con una cerbatana apuntándole a un guacamayo de madera, el yagua instructor clava tres de tres y yo ninguna. Así cazan. Luego jugamos un rato a la pelota con unos niños. Unos toques. Nos tiramos a su río y nadamos en agua dulce y bárbara. Se amontonan para venderme artesanía y me marean. Soy un perfecto extraño. De punta a punta de lanza. Me gasto lo que tengo y me llevo collares y pulseras de cuero de anaconda. Marco Antonio saca fotos y su hijo se baña en el Momon. En sus caras hay demasiado. No puedo describirlas. Los poquitos. Todo gratitud. Nos saludamos y volvemos al río, mirando a lo lejos. Callados como si nos hubieran cortado la lengua. La distancia se hace silencio.

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Si uno ve a Perú en el mapa, su dimensión geográfica en relación a otros países, puede se vea chico. Sin embargo aquí, en el “estar siendo” de los peruanos, escuchándolos y observando, es un país inmenso. Estoy en la amazonia peruana y no iré a otros sitios pensados. Me interesa adentrarme lo máximo posible en un solo lugar cuando viajo. Por eso encallé en Iquitos y no me muevo más que por la ciudad, los ríos que la bordean y la selva. Estoy parando a cien metros del río Amazonas y hay embarcaciones de todo tipo para navegar y recorrer islotes y manglares, algunos turísticos y otros no tanto. Hay rumores también de lugares selváticos donde nadie anima pisarlos. Para algunos puede sonar a mito pero los lugareños saben que, por conocimiento y experiencias, a esos sitios no se puede ir porque hay humanos allí que desconfían de otros humanos, de los humanos visitantes. Tanto en la selva peruana como en la colombiana y ecuatoriana, específicamente por el río Napo, muy cerca de aquí, a tan solo unas horas en lancha. Boas y anacondas de diez o más metros de largo -con la anchura de un tronco de palmera- no tienen piedad. Simplemente, en las zonas pantanosas donde buscan sus guaridas, esperan. Y a un humano se lo tragan por absorción, le succionan en su interior la sangre y le trituran los huesos. Los momifican y a los días los largan al río, secos, como una bolsa encajada. O comunidades nativas que temen de los extraños y atacan con flechas envenenadas. Eso ocurre aquí y en Brasil. Y las ayudas estatales y de ongs que llegan, lo hacen por helicóptero largando paquetes desde el aire. No hace mucho ocurrió que mandaron a una zona de la selva a la policía embarcada para intentar persuadir en los nativos la necesidad de explorar petróleo en sus tierras, y hubo una masacre. Los nativos se defienden de distintas formas. Y para la mirada occidental son considerados agresivos e incivilizados. Pero ellos, pienso, defienden su selva con sus convicciones, herramientas, armas artesanales; algunas para cazar por subsistencia y otras para matar por defensa. Hay pueblo enteros en la selva que viven aislados de la ciudad. No se consideran ni peruanos. Son amazónicos. Su identidad está construida ancestralmente como pueblos amazónicos en torno de la selva. Su nación es la selva. Su guarida es protegida con lanzas y flechas envenenadas. Y como no tienen demasiado roce con el hombre visitante, hay tribus que son caníbales. Tienen miedo del hombre expoliador. Están en su historia las matanzas de Pizarro, uno de los profetas del miedo. Es decir, razones no les faltan para defenderse de esa forma. Y así viven y se reproducen en su eco-sistema. Frente al salvajismo del capitalismo devastador, estos pobladores no son más que anticuerpos de resistencia en un Perú selvático vasto en minerales, especies de plantas con propiedades sanatorias, una incalculable riqueza ictícola, además de pulmón del planeta que debe preservarse, como nuestros hielos continentales. El desarrollo y el crecimiento es un paradigma engañoso a veces, básicamente porque está montado -y solo es posible su implantación- sobre la base de la deforestación y explotación de recursos no renovables, a mansalva. Ese progreso es el eterno retorno de la vorágine capitalista que busca zonas vírgenes en el planeta porque ya destruyó lo que quedaba en pie en los países centrales y en varios de la periferia. Pues bien… acá, La causa amazónica la encarna una alianza de Curacas (caciques) de distintas tribus que se manifiestan ante las autoridades para defenderse y proponer sus pareceres. El problema está en las ciudades con sus objetos materiales y la invasión cultural, sobre todo en esta etapa política en el continente donde el rol de EEUU y los países europeos -sumemos a los chinos y al Japón-, consiste en fagocitar los procesos nacionales y populares para dejar que libremente las empresas multinacionales “inviertan”. Pero aquí la inversión significa fuga de capitales, destrucción del medio ambiente, y contaminación. El río sucio es muerte. Los mercaderes lo quieren todo, antes…. masacrando con la mita y el yanaconazgo y la encomienda, esclavitudes que hoy transmutan en otras formas, muchas veces invisibles. Y los medios de comunicación con su enclasamiento sostenedor de los intereses de turno, contribuyen a la homogeneización de un humus semiótico y cultural para colonizar ideológicamente a la plebe. La barbarie es el capitalismo, aquí y en la China. Y lo que busca el capitalismo es la domesticación de las poblaciones, tribus mansitas y presentables al turista, todo en plena agonía… para que parezca armonía.

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Detrás del Río Amazonas, a espaldas de la ciudad de Iquitos, se amontonan los asentamientos selváticos. Lo que pude ver en Belén y en Maynas, dos distritos de Loreto que bordean el río -a los cuales llamé “favelas acuáticas”-, es una de las formas del “estar siendo” de sus habitantes. Pueblos pesqueros y feriantes, básicamente. Sin embargo, hacia atrás de la Avenida La Marina se montan los asentamientos más pobres de Iquitos, a los que se accede por callejuelas angostas. Recorro uno de sus pasadizos; es más, voy todos los días a comprar Hamilton, unos puchos nativos que venden allí, en casas-kioscos. Las casas de madera se pegan una tras otra y se siente interminable llegar a la salida de la villa “Nuevo Amanecer”. Es un trabajo de buceo andar por aquí, donde viven otros suspendidos en el tiempo, haciendo poco y nada, al ritmo del no ritmo, con la ropa tendida. Son asentamientos de ropa tendida permanente porque las lluvias frecuentes y la humedad, que llega al 95%, demoran la secada. El laberinto del Nuevo Amanecer no se alza, se acopla. Las casuchas copulan entre sí, y de ese pegoteo nacen otras, estirando la soga donde cuelgan la ropa de los niños. Los pibes andan por ahí de a bandadas, descalzos, correteando sobre las pasarelas de madera entre gallinas y cerdos, o, jugando al fútbol en un potrero húmedo y fangoso. Hay dos arcos sin travesaño. Quedo mirando a los niños peloteando y haciendo goles al cielo, bajo un atardecer  parco sin luz, esperando me llegue una bola para pasársela a la bandada. La bola me llega una vez y la levanto con el pie izquierdo, la elevo con la rodilla derecha y luego de zurda se las devuelvo. “Gracias”, repiten a coro un par de guachos que observan la trayectoria de la pelota que se eleva bien alto, hasta que cae pesada en una de las partes del potrero lleno de barro, para morir allí sin picar jamás. Las mujeres en las puertas tienen bebés colgados de sus pantalones mientras hacen juanes (un preparado de arroz con pollo hecho bollo, envuelto en una hoja de palmera)-, y los hombres, algunos, llevan maderas en los hombros y clavan a martillo que suena a percu en el asentamiento, ajustando las desavenencias de la humedad y las lluvias que modifican las estructuras de las casuchas.

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He llegado al final de la Gran Villa y el pasaje “Las Gardenias” es una víbora estirada que se pierde hacia el Amazonas. No vuelvo hacia atrás, opto por hurguetear en el contiguo laberinto Nueva Esperanza por pasajes más angostos aún, donde el aliento de una ventana entra y se entremezcla con el de enfrente. Es frito. Un aliento a frito que sale de las casas oscuras que amortiguan el sopor selvático. Aquí se come a cualquier hora porque el tiempo no se mide por relojes, se mide por el estómago. Es que estar en el estómago del asentamiento es vibrar su funcionamiento fuera del tiempo celoso. El tiempo es en todo caso un antojo del ciclo del sol y las horas son las mismas horas suicidas de todo estar en el mundo. La caída de la tarde –aquí estoy envuelto en ese derrame- es un anuncio para las músicas que reemplazan los fritos de las ventanas; y así el asentamiento se levanta, yergue su tropa de clavadores y mujeres con niños colgados para sentarse en las puertas a mirar la nada que es su todo cotidiano. Los niños juegan en tropas que suben y bajan de los caseríos fatigando el día sin saber que al otro, harán prácticamente lo mismo, porque en el Nueva Esperanza, los días y la vida duran un tramo de tiempo. Un tramo que puede convertirse en sol nuevo o tormenta pasajera, en tránsito. Un estilo particular de habitar el mundo desde la improductividad occidental. Como las mariposas, aquí se demora el engendro, y se muere a los dos o tres días.

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Llevo dos paquetes de Hamilton en la mano –a eso fui al pasaje “Las Gardenias”-,  y  tres horas en el laberinto. He cruzado los puentes, topado en un callejón de tierra y, desde una altura suficiente, miro las casas atravesadas por el viboreo de las maderas que parecen cintas transportadoras. A mis espaldas el último sol, y de frente un Amazonas impune que sostiene la suspensión de todas las manías de los hombres y mujeres. Un hombre descalzo pasa a mi lado cabeza gacha, y quedo mirándolo, hasta que se pierde. Sobre un puente desvencijado que conecta el asentamiento con su gemelo, va una mujer cruzando el aire, mordiendo la quietud, demorando llegar al caserío.

 

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Camino hacia el puerto del Nanay en busca del bote de Marco Antonio para salir a navegar por el Amazonas. En eso habíamos quedado luego del último viaje cuando visitamos a los Boras y a los Yaguas. El mercado y los negocios que anticipan al puerto han abierto temprano, como todos los días, esperando a los compradores. Son las ocho de la mañana y, si bien con Marco Antonio combinamos a las 9, decidí llegar antes para pispiar cómo se levantan los puestos. La noche anterior hubo lluvia prolongada que reflejan los pantanos y los pozos. La pesca artesanal nocturna ha traído al muelle barcazas repletas de peces de varios tamaños. Los ayudantes bajan de las embarcaciones con las presas más grandes en sus hombros o con fuentones para las más pequeñas. Los peces, aún vivos, agonizan en el piso sobre un nailon negro en los primeros puestos atendidos por mujeres que espantan moscas con cartones. Para el agricultor…cultivar la tierra, para el pescador…cultivar el agua.

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A las 9 en punto Marco Antonio acude a la cita en el muelle. Su bote descansa atado entre decenas de embarcaciones que menean por el oleaje cansino del río Nanay. El viaje será de 6 horas ida y vuelta; y para ello deberemos llevar algunos alimentos y agua, unos puchos…y nada más. Esta vez viajaremos con Celia, su esposa, quien conducirá el bote. El Amazonas se mueve más que de costumbre, y su representación nubla el cielo. Vamos hacia la selva jíbara, donde habita la comunidad que hasta hace cuarenta años reducían cabezas.

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Navegando. El río más ancho del mundo está modificado por las tormentas. Con Marco Antonio charlamos en la proa mientras Celia conduce. Esquivamos troncos que flotan. Marco Antonio le dice a su esposa que nos acerquemos al borde de la selva para evitar chocar contra uno de ellos porque algunos son inmensos y pueden destruir el motor o quebrar el bote. Bordeamos manglares hasta llegar al criadero de paiche, el pez más grande que habita las aguas del Amazonas. Ahí nos bajamos a visitar el emprendimiento de un privado que tiene un pequeño paraíso. Pirañas, cocodrilos…y paiches. Un pequeño restaurante, monos y guacamayos. Acariciamos el lomo de esos peces que llegan a medir tres metros. El calor y la humedad son más intensos en la zona. Estamos cercados en la jungla ante-paraíso. Las plantas, los árboles, las palmeras, el cielo que se abre suavemente y un sol que talla las sombras. Los gritos de los bichos que no se ven, las manos de un dios inservible, el silencio que cruje, el no-viento, la marea, lo lejano, la pregunta sin respuesta, el último adiós a cada instante, la rutinización congelada, el apego, las máquinas que no sirven para nada, el estiaje, los ojos brillosos, la espalda de una india moliendo, Marco Antonio, Celia y yo…en la mira de nadie.

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Llegamos al mirador donde se observa la inmensidad a diez metros de altura. A lo lejos… Iquitos y su desordenada armonía. Los jíbaros en su salsa de maderas. Su hábitat. Les colaboro con 5 soles y agradecen. El sueño del dorado sigue intacto. Es parte del mito que se sostiene desde la invasión de Pizarro. Nunca se sabrá dónde están los miles de kilos de oro que dejaron aquí los incas. En qué parte del laberinto de la selva, bajo qué aguas enterrados. Aguirre enloqueció en el Nanay en esa cruzada. El que busca…no encuentra. El tesoro es la misma selva y el propio río. Lo único que te puedes llevar de aquí es una película en tu mente.

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Han poblado estos trópicos hace miles de años cuando el hombre era un buscador nómade dedicado a la caza y recolección en una economía de auto subsistencia. Río bravo, relámpago maléfico, selva carnívora, manantial y olla en los márgenes acuíferos. Breve paso. Estoica etnia reproductora. Poblar la Amazonía era una cuestión sexual, parental y económica, pero también política, sobre todo y en última instancia…política. Esta mata necesitaba de verdaderos guardianes. El ritual erótico que este trozo de pacha húmeda necesitaba en su virginidad infinita de a retazos sostiene al mito antropológico. La historia (¡¡¡Ay… ciencia etapista y clasificatoria que deja certidumbres!!!) es  tan solo un instante/contado, en libros de mil quinientas páginas amarillentas, luego incunables para los aficionados del archivo. Los curiosos de lo extraño, el voyeur de la Corona que informaba en sus diarios de indias, el texto para las pistas de los mercaderes de la expansión. La fagocitación del “ser alguien” occidental desde el Renacimiento y la posterior victoriana voluntad de saber. Aquí el imperio nativo hubo de crujir para que en las fisuras entraran los profetas del miedo (Colón, Pizarro y los puritanos). El hombre blanco recibido como “salvador” o resistido como “invasor”, en esa tensión permanente. Un encuentro entre dos formas del ser, dos experiencias humanas, dos cosmogonías erráticas. La empresa colonial…. fue ejecutada por pocos hombres en caballos alados, “desencantados” del mundo tras la implosión feudal y el ansia comercial. La empresa colonial y racial, voraz, vino con otros dioses de exportación de un viejo mundo arruinado por dinastías orgiásticas. Siempre… mantener el modo de vida del cómodo implicará socavar la organización humilde de los aislados de los centros. Desmontar sus mitos, conocer sus detalles y registrar sus creencias y modos de vida como proceso de auscultación ventricular. Pura artillería de los grandes emprendedores. Domesticar desde la fábula eficaz. Introducir las internas en el confort de las jerarquías incaicas. Dividir. La técnica se usó  para construir ciudades donde se concentraran los intereses y facilitaran el comercio desde los puertos hacia la nobleza, el clero, la aristocracia y la naciente burguesía europea industrial. Succionar la sangre hasta el desuso del indio que a los treinta y pico de años ya no servía más, y moría olvidado para carne de carancho. Así empezó la primera globalización del capital humano y materia prima-te. La angustia del hombre post-medieval que, ante la desilusión de su nuevo “uni-mundo” se enroló en aventuras mesiánicas, en definitiva, al servicio de la Corona. El saqueo es condición necesaria pero no suficiente para tomar la tierra. Y en estos lugares tan lejanos y tan cercanos, con la anuencia local de los pactos, el indio, condujo a los buscadores. Ningún proyecto colonial logra imponerse sin alianzas sociales y culturales locales de la zona a colonizar. Ley del capitalismo desigual por naturaleza. Lo superior y lo inferior. Lema y estirpe. Linajes de la especie. Inventores locos que maravillaron a los parasitarios. El perfume del hedor de la “América profunda” que imantaba después del vómito. La adaptación. La presbicia ante “lo real maravilloso” y la mercenaria pasión por la sangre.

***

¿Vampirización para el exterminio? El muestrario de nativos en los círculos ingleses para el morbo y deleite de la etiqueta del noble. Los museos. La rapiña. La clase social de la putrefacción. Morir en Venecia mereció una película, antes un libro, de Thomas Mann. El guión del Teatro de la sorna. El jardín de las delicias de Del Bosco. Una pintura que juega en el mercado de bienes. Los retratos. El folletín de Alejandro Dumas en un París necesitado de historias cotidianas para entretener y anestesiar. Como nuestras “aguafuertes porteñas” de Artl en Diario el mundo. Todo creador es en principio un anarquista por naturaleza…cuando su obra se despega de sí, se hunde en otro universo de significaciones y sentidos. Y el creador muere ahogado o ahorcado después de la cotización o la indiferencia necesaria para la ira. La tempestad de los románticos sádicos. Huir al pasado para perderse en sus genealogías. La verdadera crónica a fundar es la crónica del futuro…hecha de mugre y tecnologías. Tecno amor, tecno muerte. Un suspiro atrapado en un Haiku japonés que maree como un opiáceo. Vivir al ras de la tierra. Rozándola. Donde nacen muchos niños la muerte ya no importa. Eso es lo que sucede en esta pérfida selva. La muerte no es un problema. Nadie ha muerto publicado. Nadie ha nacido celebrado. Todo sucede, sencillamente, al ras de la tierra…y del agua.

***

Sobre el escritorio duermo derrotado…. envolviéndome nuevamente en la alucinación ayaguasquera del trópico húmeda e indómita.

Pretérito.

Los suspendidos flotan, parecen muertos, sin embargo simplemente están durmiendo en la vigilia, espantando. Los guardianes de la selva siempre serán los indios…en suspenso, espantando. El planeta se vence así mismo, en un caos sostenible. Y entonces, como dice Walter…”de-sa-pa-re-cer”. La selva quedará abierta para nuevas crónicas del futuro. Una hamaca de sogas pintadas estará allí, entre la tensión y el relajo… ese es el estado de una hamaca. Estar. Una filosofía.

***

Nos abrazamos con Walter y una lámina de lágrima cubre sus ojos. Solo una lámina que no se hace gota. Walter sorbe su último trago de vino blanco y brinda por “la desaparición del sujeto del planeta” (a lo Enrique Vila-Matas, pienso en “Doctor Pasavento” y “En un lugar solitario”). En la mirada de Walter hay batallas y cansancio…hiede la paz en Casa Fitzcarraldo. Abrazo a sus empleados nativos, Norma destraba el nudo de su pelo para la foto y queda libre. Una temporada en la selva peruana mereció una pena, una sorpresa, un amor extrañado, una causa penal, una decantación, un fermento.

***

Son las seis de la tarde, caídas sobre los caseríos. Ya me fui de estas lejanías suspendidas. He acariciado a una parte de una nación turbulenta y paciente. La nación Amazónica. “Ya se ven los tigres en la lluvia…”, beso el suelo profano. Los guardianes no se ven. Parecen desaparecidos…estando.

***

En el celaje… estamos en el celaje.

Río, selva, soledad.

Sin dios.

Voy a preguntar cuál es esa música que suena todos los días

y me rompe

suena las escondidas

un día por la mañana o

en la tarde caída

desparramada sobre los caseríos pobres de Iquitos.

Tomo el café hirviendo y

Colonial saben las esquinas abandonadas

chorreadas por el último barro del río,

por ahí es triste

-ese piano giratorio debe estar entre las plantas curadoras-

es música que pone Walter, el viejo ex amigo de Werner Herzog.

La escucho y me levanto como una serpiente cansada

Envolviendo la mesa y las sillas del cuarto

en Casa Fitzcarraldo.

Arriba el cedro anciano de Loreto otea

a las comarcas jóvenes

-huyen a la selva los sábados

a la isla de la eternidad gastada-.

Una música para barcos planeadores y parceleros de humedal

ha dispuesto de la orgía.

Hablaba de los caseríos

en el asentamiento que estira la vida de los niños

descalzos de clase

niños selváticos y caníbalmente juguetones

dueños de pelotas de fango.

Sorbo más café del tazón y prendo un

nuevo cigarrillo, en instante cimarrón  agudo,

mientras, a los niños arrastra

-cotidiana-

la boca de anaconda que los traga en pleno anonimato social

luego escupidos en el río.

Hay amasijo en esos hombres tirados en hamacas

pasados de humedad con ropa tendida y,

mujeres fritando tiempo.

Voy a preguntar sobre esa música

-la de Walter amigo de Klaus Kinski-

para saber si encalló en Iquitos a ofrendar a los hechiceros su destino,

y, por qué no salió jamás del entramado selvático su hembra, él

esperándola así,

en un sillón de boina blanca y copa de vino transpirando

siglos

de nubes y otros calendarios

en leyes viscerales que raspan el goce

y el llanto ayaguasquero, música para no retornar

agua vomitada

sobre las calles, el río, la tundra, las casas bajas de madera

sumergidas en Belén o en Maynas.

Las favelas acuáticas pescan el amor

hacen de a diez niños por orgasmo

purgatorio y paraíso

de aquí, no se sale así nomás

de este maldito sitio te escapás o te quedás

a gastar la eternidad en una hamaca sin destete

y de tanto en tanto tomar de las plantas toda su sabiduría fermentada

a olvidar otros mundos y marchar con los Curacas al Congreso Nacional cortando cabezas de tombos.

La selva, por momentos, tiene un perfume de muerte y una música para averiguar por qué,

sin que nadie te responda,

ni en el leprosario de San Pablo, donde estuvo hace décadas el Che Guevara, en selva metida

atendiendo indios pordioseros.

Saben:

la mancha en el ocelote que no se ve

es

el ocelote

como los miles de tullidos de favelas acuáticas tirados en la vereda de por vida.

No

la veda no ha permitir el ocaso de tantos dioses

el cristo y la virgen son meros mascarones de proa para ocultarlos

metida en todos los estómagos, la diablada allá,

los profetas del miedo tumbaron flechas viudas

zumbaron a unos metros,

este resto, zumba

entre iglesias evangélicas vaciadas

toda iglesia acá se inunda

y la palabra de dios no encaja en los dialectos.

Sobra inentendible, cuando filmó el alemán “Aguirre, la ira de dios” y “Fitzcarraldo”

un embrujo ebrio.

No hay más fotografía que la ventana de los ojos de Loreto

que mira celoso al Nanay, al Itaya

y le teme al Amazonas,

como las embarcaciones con miles de pollos de un lado a otro

con miles de árboles quebrados para muebles de exportación.

Sufren los bichos la muerte agazapada,

en la madrugada, se atreven solo las vírgenes a caminar por los andariveles, como visitadoras de Pantaleón

los padres del limeño son de aquí y él ha venido a visitarlos haciendo seis horas en bote

a darles el último beso

a redimirse del desagüe.

Café pasado y frío,

el aceite de la caña lava miserias de Walter despotricando

baja el río y nace basura funeral

otras formas del amor antes del virreinato

en todo

nativos fuimos

hasta en la rancia epigrafía de un exordio para todo nacimiento.

 

 

 

 

 

 

1 thought on “CRÓNICA DE UNA TEMPORADA EN LA AMAZONIA PERUANA

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