SACATE LA GORRA

Política criminal y control social en Mendoza

¿Es posible pensar en la prevención social del delito desde intervenciones no punitivas?

Pablo Garciarena

El diagnóstico. Una cuestión de enfoque

Desde hace varios años se observa en la provincia de Mendoza una ampliación del poder punitivo ejercido por las fuerzas de seguridad en el espacio público, más bien, en determinado espacio púbico. Esta circunstancia viene enunciada e implementada por una política criminal basada en paradigmas criminológicos claramente identificados que resultan propios de experiencias políticas neoliberales y en circunstancias de profundas crisis socioeconómicas.

El programa político y económico viene inexorablemente acompañado de mecanismos punitivos de control social y disciplinamiento. Esto se expresa en dos niveles, en los procesos de criminalización primaria, al sancionarse normas que acuden al derecho sancionatorio como respuesta estatal frente al conflicto social (ejemplo de esto es  Código de Faltas de la provincia), y en los procesos de criminalización secundaria, tanto por la actuación de los operadores judiciales, pero principalmente, por la intervención de las fuerzas de seguridad.

En otras palabras, las agencias policiales aplican cotidiana y arbitrariamente la violencia de hecho contra sectores determinados de la ciudadanía, amparados supuestamente no solo por estas normas que amplifican sus facultades, sino por cierta garantía de impunidad que reconocen preexistente, concretamente en el caso de “situaciones abusivas colaterales”, inevitables –según se sostiene-  para mantener el “orden y la paz social”.

Ahora bien, el uso de la violencia estatal como herramienta de control social, se ejerce selectivamente sobre algunos sectores de la sociedad. Especialmente, varones jóvenes que residen en barriadas populares en los alrededores de la ciudad. Así, las políticas de seguridad pública -en determinados sectores sociales- consisten en la intensificación de las intervenciones represivas y de control, generando espacios públicos de segregación y exclusión.

Sobre estos sectores vulnerables opera un fuerte prejuicio social, que reproducen las políticas criminales, de vincular el delito o la delincuencia con los jóvenes pobres “desenganchados” del mercado laboral formal y de instancias formales de educación que residen en las periferias vulnerables del centro urbano de la Ciudad de Mendoza. 

Frente a esto, distintas instancias de organización comunitaria -en  los barrios populares- desarrollan estrategias, en primer lugar, de protección frente a situaciones sistemáticas de violencia policial y por otra parte desarrollan nuevas culturas  de control de la criminalidad, en los márgenes de las políticas criminales oficiales, en donde ellos resultan, a priori, “los sospechosos” y no integrantes de la sociedad que debe protegerse.

Lo que hoy aparece ausente es la posibilidad de que el Estado desarticule esta mirada sesgada sobre determinados sectores sociales y desarrolle políticas de seguridad pública que los integre, los incorpore, e incluso  piense en estrategias de intervención conjuntas, entre la herramienta pública y la organización comunitaria.

De-construir” la política criminal 

Nos enseña Binder que la “política criminal”  es una subespecie de las políticas de gestión de la conflictividad. Así, es importante diferenciar entre el paradigma del orden o la ilusión del orden y la gestión de la conflictividad que actúa como paradigma alternativo. Cuando se analizan las políticas de seguridad, política criminal o política judicial es habitual que se caiga en la ilusión del orden, como valor positivo, y allí el sistema penal (con todos sus operadores, tanto judiciales como las agencias policiales) tiene un rol clave.

En este marco, la conflictividad social es vista -desde el sentido común- como algo negativo, es desviación, alteración, desorden: conflicto. Esa es la visión del paradigma del orden. Ahora bien, la conflictividad es inescindible de todo orden (o des-orden) social, de allí “la ilusión de orden”. Frente a esta conflictividad, el  Estado no permanece inmóvil y lo que hace frente a ella define un sistema político; es decir,  cómo gestiona o actúa frente a esa conflictividad. Si el conflicto es una contradicción de intereses y se deja librado a la propia dinámica interna, sin intervención alguna, surgen dos manifestaciones propias del conflicto: el abuso del poder y la violencia.

En la gestión de la conflictividad, a diferencia del paradigma del orden, lo que se pretende es evitar el aumento de los conflictos a un nivel que se vuelva intolerable para la sociedad y especialmente que dicho conflicto no se resuelva en términos de abuso de poder y de violencia.

Según el autor citado, las políticas de gestión de la conflictividad actualmente se encuentran en situaciones de debilidad. Estas políticas tienen comúnmente tres modos de formulación: modos preventivos, modos disuasivos y modos reactivos; y cinco niveles de intervención que suelen ser los más visibles.  El primero es la gestión social del conflicto. La comunidad siempre tiene maneras de gestionar su propia conflictividad. Hay ámbitos o niveles donde la resolución de conflictos es de gestión social, no estatal. En nuestro país, observamos un fuerte debilitamiento de estos mecanismos de gestión social, la destrucción de la vida comunitaria, el tipo de cultura individualista, la cultura del naufragio, el deterioro de las organizaciones sociales, la eliminación de los espacios y lugares donde se realizan las funciones de gestión social (clubes, unidades vecinales, etc.), reflejan la destrucción de las redes sociales que son la primer contención o nivel de gestión.

El segundo es el nivel de los modelos de referencia. La ley tiene un claro rol de gestión de la conflictividad. Acá también se observa que los modelos de referencia están quebrados.  La ley ha perdido significado cultural como instrumento de racionalización de la vida social y por lo tanto de gestión de conflictividad. Existe una crisis de la legalidad, de la razón jurídica (impunidad estructural, incumplimiento permanente de la norma por sectores privilegiados, etc.)  que nos informa que este segundo nivel tampoco funciona con eficacia. 

El tercer y cuarto nivel, esto es, la generación de ámbitos de conciliación y la justicia reparadora, también han sido desmantelados o desarticulados en las últimas décadas. Especialmente en las instancias formales de administración de justicia. Las deficiencias estructurales del servicio de justicia, sus costos, la dificultad de acceso efectivo, etc., han sumado a la ineficacia de estos niveles para gestionar la conflictividad social. 

Frente a lo que venimos desarrollando, se observa una gran incidencia del último nivel. El nivel reactivo, que es la violencia. El Estado interviene con violencia frente a la conflictividad. Y esa violencia se concentra habitualmente en el encierro carcelario. Esta intervención (más allá de la discusión de la legitimidad) es naturalmente violenta: el poder penal, como uso de instrumentos violentos. Ese poder punitivo, intrínsecamente violento es el único al que se acude para  abordar la conflictividad, ya no para resolverla o gestionarla, sino para otros fines: atemorizar, castigar, corregir, etc. Esto deja intacto el conflicto o, en muchos casos, lo intensifica.

En definitiva, la constatación de la existencia del poder punitivo, no como un hecho aislado, sino como una modalidad de gestión de la conflictividad. Lo que caracteriza este nivel de intervención es el uso por parte del Estado de sus recursos violentos: fuerza estatal, coerción penal, poder punitivo, todas denominaciones de un fenómeno social identificable: el uso del encarcelamiento, la detención, la participación de las agencias policiales habilitadas para ejercer la violencia sobre los ciudadanos.

 

Prevención social o control social 

Como contrapunto a políticas criminales basadas exclusivamente en el despliegue reactivo de la violencia estatal, encontramos desarrollos teóricos que parten desde la mirada de la prevención social del delito, aunque reconociendo en las mismas su carácter heterogéneo, diverso, fragmentario e incluso contradictorio de dichas estrategias y/o intervenciones.

Por caso, en nuestro país (y especialmente en Mendoza) en lo últimos años, las políticas de prevención del delito se basan en gran medida en las estrategias situacional y ambiental con algunos elementos que se incorporan propios de la estrategia de prevención comunitaria, pero exclusivamente en lo que refiere al involucramiento de la comunidad y/o el vecino para tareas de vigilancia en los espacios urbanos.

Las estrategias de prevención social, en cambio,  pretenden modificar y afectar procesos sociales y culturales que se conciben como generadoras de causas y condiciones para que un individuo se comprometa a realizar actividades ilícitas. Lo que se intenta modificar es ese “compromiso”. Ahora bien, es difícil esbozar una teoría general respecto a ésta estrategia ya que las técnicas de intervención resultan sumamente heterogéneas y  en muchos casos antagónicas.

Más allá de la enorme amplitud de autores y escuelas que se pueden inscribir en el desarrollo de los presupuestos teóricos de esta estrategia (desde algunos autores de la escuela de Chicago, Shaw y Mckay, luego Talcott Parson, pasando por Merton, hasta los desarrollos del realismo de izquierda o la criminología crítica, en autores como Cohen, Cloward o Jock Young, en el último caso), como elementos denominadores comunes, podemos sintetizar que las causas de la microcriminalidad o crimen de calle en el espacio público, se explican por el déficit cultural o el déficit material. En el primer caso, refiere a que el individuo  ha quedado afuera de los procesos de socialización o en los bordes de los espacios claves de control social tradicional: la familia, la escuela, el trabajo, etc. En cuanto al déficit material si bien acá el arco teórico es más vasto aún, pero refiere a la generación de intervenciones que ataquen la exclusión social, produciendo alternativas y oportunidades de inserción sin olvidar la dimensión material.

Por otra parte, los presupuestos políticos de la prevención social están ligados a las experiencias históricas del Estado de Bienestar, el welfarismo  o liberalismo social. Es decir, donde predominaba la dimensión social de las intervenciones del Estado. No obstante, así como ocurre en el caso de los presupuestos teóricos donde existen diversos enfoques, algunos incluso contradictorios; lo mismo ocurre también en este tópico; si bien en general, podemos identificar esta estrategia sin el “liberalismo social o welfarismo” como racionalidad gubernamental de las intervenciones, lo cierto también es que se producen combinaciones de algunas intervenciones dentro de esta estrategia, propias del neoconservadurismo o del neoliberalismo.

En este marco, las prácticas gubernamentales francesas a fines de los años 70 y principio de los 80, especialmente el informe de Gilbert Bonnemaison de 1983, marcaron el rumbo de esta estrategia, sobre todo porque influenciaron dichas políticas hasta inicios de los años 90, no solo en Francia sino también dentro y fuera de Europa. Los planteos generales en torno a la prevención del delito partían desde tres conceptos claves: -solidaridad, integración y localidad-.  Así,  explicaba que las causas del delito residían en los factores sociales, tales como las condiciones materiales de vida, trabajo, organización de la vida familiar, pobreza y exclusión social y que fundamentalmente las intervenciones estatales deben consistir en estrategias de integración e inclusión, en las cuales la actividad preventiva no podían ejecutarse desde las agencias públicas vinculadas al sistema penal y la importancia de la dimensión local de estas actividades preventivas, tanto desde las agencias públicas locales como así también en la sociedad civil.

 

Un cierre: caminos a explorar

Aquí podemos señalar el contrapunto con las políticas de prevención del delito que se han implementado en estos últimos años. Dichas políticas descartan la posibilidad de vincular las causas del delito a déficit culturales o materiales, o a razones sociales. De ésta manera, el delito o la prevención del mismo se ejecuta desde agencias vinculadas al sistema penal o bien a las agencias policiales.

Son los presupuestos políticos de la estrategia de prevención social los que nos permiten concluir que actualmente, el abordaje del problema de  la “inseguridad” o del “delito”, no lo es desde las estrategia de la prevención social, sino más bien desde la situacional y ambiental con elementos de la prevención comunitaria.

Así, más allá de las políticas criminales que priorizan el uso del sistema penal o el poder punitivo del Estado como estrategia central de la gestión de la conflictividad y por otra parte, el desarrollo de políticas de prevención del delito, alejadas de los paradigmas de abordaje social, (déficit cultural o material) y  dirigidas a la gestión del riesgo con herramientas e intervenciones  actuariales, situacionales y ambientales; podemos referir también desarrollos teóricos y conceptuales, vinculados al diseño de políticas públicas de seguridad ciudadana,  desde un enfoque multiagencial.

Autores como Jock Young, sugieren desarrollos sobre la prevención social del delito de carácter multiagencial que incluyan el abordaje de las condiciones sociales, culturales, económicas o políticas, como insumos necesarios para las mismas.  Young señala que se debe evitar que las agencias policiales sean el centro del control y coordinación de las políticas de prevención y que la intervención coercitiva sea subsidiaria y última ratio. Así mismo, plantea la tercera vía, es decir, ni un enfoque exclusivamente punitivo (neoliberal) ni uno exclusivamente basado en la provisión de bienes sociales (welfarismo), sino en un trabajo focalizado desde los gobiernos locales.

Por otra parte, Lucía Dammert sostiene que la prevención es un concepto complejo que promueve la necesidad de establecer mecanismos que busquen evitar la aparición y desarrollo de acciones delictuales.  Entre las características de las políticas de prevención, sostiene que las mismas pueden tener consecuencias en el plano de la criminalidad y de la violencia, pero además tienen el potencial de promover la solidaridad, el fortalecimiento de las prácticas democráticas y, finalmente, la consolidación de la gobernabilidad.

Retomando lo señalado al inicio, a la luz de las políticas criminales desplegadas en Mendoza en los últimos años, en las cuales las estrategias de control del delito se basan exclusivamente en la intensificación del dispositivo punitivo y represivo; no parece -agregando además la sólida legitimación de este discurso en los sectores medios y altos de la sociedad- que a corto plazo se implementen otras intervenciones que las que actualmente observamos.

Solidaridad, fortalecimiento de prácticas democráticas o consolación de la gobernabilidad no son, por ahora, metas del sistema político local, sino más bien sostener y legitimar prácticas y discursos punitivos, de gestión del riesgo, de presencia del miedo, en definitiva, discursos que segregan y excluyen.

No obstante, en los márgenes de la “centralidad estatal bajo control”, otras voces construyen relatos de solidaridad y comunidad. Alejarse un poco y habitar esas experiencias, tal vez sea un camino a recorrer.

Bibliografía

 

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