Por Gastón Ortiz Bandes
La yaya sobrevivió al yayo unos años más,
2004, 2008.
Aunque igual seguirían viéndose,
hablarían como siempre, comiendo ante la tele.
Para quién es ese otro plato servido ahí,
se desesperaba mi vieja:
No, mamá, no podés, el papá se ha muerto, no entendés?
Y mi tía: No, no entiende, boluda,
por más que se lo repitás mil veces…
Y en medio del griterío, lo caro de la enfermera,
las pastillas del alzheimer,
yo también lo vi, sentado ahí,
un martes de junio a las tres de la mañana,
después que nos llamara una vecina para que fuéramos urgente.
Con todas las ventanas abiertas, la radio al palo,
las luces prendidas, boca pintada y tacos,
la yaya decía que se iba a Schoenstatt,
en el 104,
al bautismo de la Sarita
o de la nena de la Sarita, una locura.
No sos una imagen traída del Infierno
sino proyectada por la mente de la yaya,
le digo al yayo y se ríe:
Entonces te voy a tener que mandar
a la reputísima madre que te recontramilparió.
Reconocí su forma larga de insultar,
pero no supe agradecer, parece, el alcance de ese don,
porque quise comprobar si, en efecto,
los espectros se desvanecen en nuestros brazos,
como Anticlea, madre de Ulises, “el de muchas vueltas”
En esa época yo traducía justo ese fragmento
del canto XI para Griego III.
Años después volvió a pasar,
en una juntada con los primos.
Estaban los de España, los de México, los de Uruguay
y los boludos que nos quedamos acá.
La yaya había hecho mucha comida
y a él ya podíamos verlo todos
contando en su lunfardo de quinielero
anécdotas de cuando éramos chicos.
Pero, a medida que cada cual protagonizaba la suya,
más rápido iba dejándosele de dar bola.
Hasta que otra vez lo vi yo nomás, sentado ahí,
con el banderín de la UCR detrás
y el cartel de “Los Sueños y los Números”,
intentando prestart atención
a la eterna alusión al reviente y el rocanrol de mi hermano,
a los histriónicos chistes polifónicos de mi otro hermano,
a la lista de qué y dónde compró más barato una prima,
a los mejores vinos y bodegas del mes según otra prima…
Menos mal que en la yaya la tele está prendida siempre.
Esperando a Capusotto, puse “6-7-8”,
que aún no secaba la mente tanto con la repetición,
2009, 2010…
Pero cuando, ¿chizitos?, me ofreció la yaya,
me puse blanco: Pero si ella también se ha muerto, pensé.
Taquicardia, presión baja, palidez:
el tiempo otra vez fuera de quicio.
Si una vez la mente de la yaya proyectó al yayo en el espacio
y yo llegué a verlo y escucharlo,
ahora, en cambio, qué pasaba…
Alguien, quién, me la estaba simultáneamente proyectando?
Con razón nadie más los veía.
La mesa se había puesto sola.
La comida no la había comprado nadie.
Nadie tampoco advirtió mi temblor, mis venas.
La yaya seguía yendo y viniendo
como siempre, de la cocina al comedor,
y la tele repetía sus colores intermitentes.
Decidí intentar entonces abrazar de nuevo al yayo
para probarme que no era más que un holograma de sueño.
Y sin embargo en esta ocasión sí percibí,
vía táctil, su imago:
o sea, su pequeñez senil cupo un toque entre mis brazos
como un eje flojo en algún lugar de la realidad.
Imposible soportar en tal grado sensorial
la gnosis de la muerte:
Que se me conceda otra vez despertar
en un mundo de mayores invisibles, intocables, pedí.
Qué pasa, compañero, de repente me pregunta
un primo que está haciendo guita, dice,
en Chile, en Colombia, en Estados Unidos, ¿Clarín miente?
Pobre, no debe entender nada
cuando, la Odisea también, le contesto.
Gastón Ortiz Bandes, en El Guanaco (Babeuf, Mendoza, 2015)
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