DEPRESIVOS DEL MUNDO, UNÍOS

Un paseo omnipresente por los rincones, bisagras, huecos y por los amplios jardines, mares y montañas de la conciencia presente en el futuro y en el pasado; un desvarío que busca y encuentra el sentido de la irrealidad.
Marmat inaugura con este ensayo relato la sección Escribientes, de todo lo que se puede escribir por ahí y se puede leer un domingo cualquiera

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Un fantasma recorre el mundo conocido: el fantasma de la depresión. Todas las fuerzas del nuevo mundo se han unido en santa cruzada para acosar ese fantasma: el papa en muletas, el zar en silla de ruedas, el establishment político y cultural babeando como un idiota, hecho cosa informe, los radicales franceses y los polizontes alemanes. Los centinelas del pensamiento vigilado que hoy abundan con sus celebraciones hipócritas liberando el paso, previo control de las buenas y esmeradas costumbres ciudadanas. Mientras se jactan con sus caudales en sus bacanales, otros viven bajo el piélago del abandono con el epíteto zahiriente que le endilgan a los depresivos. Pues, yo digo:

“Depresivos del mundo, uníos”

Esto me parece un buen comienzo para intervenir el Manifiesto Comunista, pues en las grafías en que está escrito su lenguaje, pareciera vivirse en una ficción, o en una ucronía. O en un encendedor desarmado por Mario Levrero que no tiene escapatoria. Tanto le han criticado a Los Falansterios de Charles Fourier o a Tomás Moro en Utopía, que dan ganas de desenterrarlos del olvido. Esas ciudades organizadas con la métrica de la producción artesanal y multitudinaria de lo anónimo, que reemplazarían a las familias, esas formas de producir para el autoconsumo, triviales para los científicos del Marx-Sismo. Es el sismo de Marx, es la catástrofe de las profecías vestidas de ciencia en la academia que tiene a los libros en el subsuelo. Escondidos. La eternidad del sismo y la catástrofe de los seguidores de las escuelas de pensamiento. “El futuro está en el pasado”, dice siempre el amigo en Golosina Caníbal. Los maestros muertos… no sabemos dónde están sus cráneos, en qué osario están depositados los cuerpos de Louis Althusser, Nicos Poulantzas, Mark Fisher. ¿Argelia, Grecia, Inglaterra? Son Las Islas Occidentales de William Burroughs en su incomprensible lectura para idiotas. Los orfanatos, los mendigos tiesos de frío, los santos de la resaca lumpen que despreció el de Tréveris, ciudad del Estado de Renania. Que encima no pegó una en sus pronósticos al ser mantenido en Inglaterra por testaferros que lavaban guita en las apuestas de caballos. No hay moral por esencia. La moral es una construcción ominosa que se implanta en cada época. Y la hoguera es para los opositores o distraídos. El diagnóstico médico social materialista sobre el capitalismo, los modos de producción en la historia, los fantasmas y los espectros epitáficos, que la plusvalía, que la base material, que la ideología. Una escuela de suicidas le continuó porque es imposible soportar esa religión sin una pegada, una, que al menos orientara el deseo catatónico de los desclasados. Clases, lucha de clases, bi-etcétera.

El opio de los pueblos. Hasta cuándo, me pregunto, vamos a endilgarle al opio una función confusional, ideologizada y maldita. El opio es también un espectro y un fantasma por ingesta del capitalismo. Opiómanos gobernaron toda la Siberia y la China y la India, gobernaron todo. La ruta de la seda, los tulipanes holandeses y las carnívoras de temer en las selvas y yungas. Los manglares a la vera de los anchos ríos. Por eso pienso ir hasta Tailandia en unos años, para investigar cómo una flor gobernó los mares y las sabanas. En fin, el opio es el placebo de todas las conquistas, como el caucho que se hizo de indios romos, estrujados para ser alimento de cocodrilos y anacondas, como en una película de Werner Herzog, donde mueren los extras aplastados por un barco gigante al que quieren cruzar por un morro hacia otro brazo del Amazonas, talando el monte. Como el oro y los metales, como el agua. El opio tiene estelas de glamour en el modo de su exhumación. Además, su palabra compuesta con las letras precisas y musicales en su entonar, la palabra “Opio” es eco espectral. Opimo, con las puntitas de los dedos y en cuclillas. Lo sugirió O. eLe.: Falo-Opio, una religión para chicas modernas o míticas como yo.

Mientras devaneo, caliento con una vela las vigas para sentir el perfume del roble, del quebracho, del álamo. Apenas el fuego de la vela le calienta su piel, la madera perfuma con un breve humo. Debo tener cuidado si la distancia de la llamita de la vela está muy cerca de la madera, puede producir un incendio y de los ventanales saldrían lenguas que no podrían combatir los bomberos voluntarios. Por eso confío en la vela, que a medida que se derrite, se achica, se enaniza, se encoje y así hasta alejarse de la madera lentamente para transmutar en un lodo baboso y tibio hasta petrificarse. Amarillento. El sitio queda impregnado de esos perfumes. No hubo revolución, no hubo incendio. El principiar fue perfume. Los olores. El Odorama de la humanidad que ha suplantado a las flores y los arbustos con líquidos farmacéuticos. Los franceses bien lo saben. Perfume. En los cuerpos de las mujeres y en el cuerpo de los hombres, perfume. Olores de las siestas acostados, juntos y humanamente transpirando. Holgados en el placer. La patria es el placer. Y también la infancia, de la que nos quedan apenas vestigios de cortesías.

Vivo una aristocracia sin parientes. Vivo agazapado en Mi castillo imaginario. Los villanos deambulan por la ciudad y, así en el campo, los caballos inducen a cabalgarlos. Como puedo, dejo mi capa negra de fieltro sobre el desván. Me resulta pesada. Cabalgo, por lo general, desnudo por las praderas con el fantasma a cuestas. No reino ningún reino conocido hasta el momento, por eso sigo escondido en El castillo huérfano de infancia. No hay parientes que reclamen nada. Están, seguramente, depositados sus huesos bajo tierra. En un osario construido hace siglos. De vez en cuando entro por las catapultas a visitar los cráneos de mis ancestros. No los conozco ni en fotos, pero sí en calaveras. A cada uno les he puesto un número, los he clasificado por tamaño y les he dado un nombre. Con ellos converso. Platico. Les cuento por dónde anduve todos estos años. Si bien no hacen ni mueca, para mí es una charla espiritista con los cráneos. Los invoco. Y responden.

Cuando hui de niño por las majaderas altas de girasoles, nadie me buscó. Eran épocas visigodas donde los niños por lo general se las arreglaban a trago de moco en la soledad de su infancia. Y ahora he vuelto. Recuerdos me quedan. Pero son muy pocos, o tal vez la máquina del olvido ya se ha encargado de borrarlos de la memoria. El oprobio se viste memoria. Recordar es una provocación al cuerpo. Me duele mucho el omoplato zurdo. Debe ser por cómo amarro con la mano izquierda las riendas del caballo, sus crines, tensionando para que no se desboque. Deberé cambiar de mano. Entre el pescado podrido que hiede en las ferias de las comunas me quedo con el perfume del campo y sus praderas. En absoluta soledad. Una fulera coartada puede derribar todo Mi castillo y Mi gobierno. El gobierno de las cosas y los objetos que abundan en esta fortaleza desamparada. Gobernar es decorar. Los jarros que cuelgan del techo de la cocina no han sido usados por décadas y están llenos de polvo acumulado. Me he topado con un tonel de cerveza y varios barriles de whisky, más una bodega completa de vinos ancestrales, cigarros y tabaco suelto, cítaras y diferentes instrumentos musicales de cuando fui niño y los veía tocados por los parientes que no recuerdo si vi. Solo recuerdo los objetos y el piano de cola. No así a quienes ejecutaban las partituras. Ni alemanes ni franceses, tal vez rusos o polacos, ni sé si españoles o italianos, dudo que kurdos o japoneses, pizca de africanos puede que sea, no lo sé, no sé de dónde carajo vengo, genealógicamente hablando.

Tengo provisiones para diez años por lo menos. Si miro hacia arriba, donde administran las acacias, veo ardillas en las ramas, muchas ardillas. Y por el prado, conejos al aire libre, o liebres libres al aire liebre. También gallinas que se reproducen en el fondo junto a los chanchos y las martinetas. Cabras y bifrontes aterciopelados como peluches antiguos. Boas colgadas de los hemisferios del panteón. Una cruz y una estrella, por si quiero rezar. Mas no creo que lo pueda hacer porque tengo mis propios dioses que he cultivado en Travesías de Extramares. Uno es Martín Adán, el primer peruano que egresó doctor en letras en un psiquiátrico, el que me enseñó la palabra “principiar”. El primero que mordió la manzana. Otro es Antonio Porchia, que me enseñó a confundir las palabras con sus “Voces” para darles un sinsentido cruelmente bello. Juan Filloy, Leopoldo María Panero, Jacobo Fijman. El “Barón” Bucay y el taimado Conde de Macerata con sus manifiestos febriles, Alejandra Pizarnick y Armonía Somers. Felipe Polleri, Thomas Ligotti, Alberto Laiseca, Mario Bellatín y, el clásico, Arthur Machen.

He dejado galeones a la deriva en el mar y todas mis propiedades de conquista que alguna vez mostré en La Sociedad de Ultrajantes. Padezco, entre otras cosas, Talasofilia (amor por los océanos y los mares). Tengo animales para comer. Cerveza y whisky para beber. Huevos, frutas de los cítricos, nogales y durazneros en el frontispicio del castillo. Olivos y mandarinos esparcidos por el prado sin ninguna conducción. Agua abundante del lago donde, a pesar de su descuido, transitan gansos y patos, los pocos flamencos que me quedan, aves extrañísimas que por el abandono han venido a su paraíso con las patas quebradas. También peces de gran tamaño que en el lago han crecido por su amplitud. El abandono es paraíso. Al menos para las especies no humanas. Me toleran por el momento. Trato de moverme con sigilo. Son muchos animales e insectos que me rodean cotidianamente. Por las noches escucho todo tipo de sonidos. Algunos vienen de las alturas, como de los árboles donde anidan aves que he visto picotear a sus crías hasta comérselas. Yo no intervengo. Pero los ruidos también salen debajo de la tierra. ¿Serán del osario esos ruidos tormentosos? No lo sé. Tampoco quiero averiguarlo. No hay humano en kilómetros a la redonda. Para trabar relación con uno de ellos, tengo que cabalgar más de 12 horas sin descanso. Eso, por un lado, me sienta bien; porque conversar con alguno de ellos me produce, desde la idea del conversar, escalofríos. He vuelto porque han muerto todos mis antepasados.

Dice Ligotti en “El olvidado arte del crepúsculo”:

“Soy vástago de los muertos. Desciendo de los fallecidos. Soy de la progenie de fantasmas. Mis antepasados son las ilustres multitudes de los muertos, distinguidos e innumerables. Mi linaje es más antiguo que el propio tiempo. Mi nombre está escrito en el fluido embalsamador del libro de la muerte. La mía es una raza noble”.

Reitero, El castillo es el sitio de mi gobierno sin feudo. Soy el rey sin corona de un vasto territorio desolado. Abundan las especies de toda guisa. No necesito embarcarme en ninguna conquista ni quiero más territorio que el que imagino y poseo desde el neuropsiquiátrico. No estoy espoliado por ninguna necesidad material ni espiritual. He montado de a poco mi Lapidario de animales. Cementerios de aves y caballos, he clasificado los camposantos en derredor del castillo. Los huesos de mis animales sostienen la tierra y mi prado, temo que ceda El castillo en algún momento. Bajo la tierra, pronto mis campiñas serán un gran museo del arte enterratorio. El majestuoso Lapidario será construido en la espiga principal. Allí descansarán los huesos más perfumados de este abandono oceánico. Puedo ir al mar y navegar, los médicos me lo han indicado, pero yo les digo NO, quiero vivir en Mi castillo. Que vayan ellos, que conquisten mares nuevos, piedras y metales preciosos, que se metan a bucear para buscar las puertas que necesitan encontrar para salir del hospital. El mar nació de una gota y a mí me cuidan los animales.

La plusvalía se extrae de nuestra sangre. No de nuestra fuerza de producción. El capitalismo se ha vampirizado a tal punto que hasta la psicología se viste con el traje del arquetípico monstrum. El iracundo ante lo divino. El doble cara. El falaz intento de domesticación de la mesiánica normalidad. Mi revolución preferida es la de los cementerios, cuando se mecen los cajones debajo de la tierra para avisar nuevas apariciones. La Galaxia Gutenberg ha fracasado por el papel, por su costado más débil, por ese insumo que hace que la imprenta sea imprenta. Miles de libros sagrados deambulan en las mentes de sus creadores, progenies de una raza que se acostumbrará a comunicarse con huellas digitales, o con solo posar la punta de la lengua como dedo, porque muchos de los humanos ya no tienen todas sus extremidades como de costumbre. Seremos amputados por brazos mecánicos y no todo lo que nos compone será únicamente humano.

Sí, del hospital me dicen que me darán más papel, no el alta. Lo último que he escrito ha sido un cuento sobre pliegos sobreimpresos. Sobre diarios viejos de anticuarios. Letra sobre letra. Y cuando no me queda lápiz ni tinta, me rajo un brazo y escribo con mi propia sangre. Sobre las paredes con mis dedos ensangrentados fraseo, gorgojeo los ventanales del manicomio que luego la lluvia diluye y el goteo es una letra licuada con otras que en su dilución forman vaya a saber qué testamento. Soy testigo de los hechos en que se ha visto involucrado otro hombre que dicen fui yo y no reconozco. Ni de niño tengo los recuerdos que me llaman en El gran castillo abandonado. Voy por el pasillo a tientas recorriendo las habitaciones con una vela. Busco el sótano donde seguramente encontraré los ajuares fétidos de los pedernales acusados de delito. Viajo en cada habitación a un mundo desconocido. Resistiré mis pergaminos con el pecho y sin armas. A lo sumo me podré defender con la lealtad de mis animales.

Enero de 2023

Alemania del Este.

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