CIRCO DE GITANOS…Y OTRO

Por Agustín Conrado

 

SEPARACIÓN

Sus padres se divorcian antes de que ella cumpla los dos años de edad. A partir de ese momento, es decir, desde siempre, ella pasa a tener la doble vida de este tipo de familias. Dos habitaciones, una en cada casa. Dos roperos, cada uno con el gusto de su papá o su mamá. Dos heladeras con dietas distintas: toda cárnica en una, más bien vegetariana en la otra. Dos reglamentos distintos para comportarse en la mesa (en lo de su viejo no está mal visto eructar). En la casa de su mamá la llaman por su primer nombre. En la casa de su papá, por el segundo. En la adolescencia, dos novios distintos, uno en cada barrio. Si estudia Lengua y Literatura, se dedica a dar clases un año, y al siguiente, a ser investigadora en el CONICET. Cuando el médico le encuentra un tumor y le dice que podrán extirpárselo, ella no lo duda ni un segundo: hará metástasis. En las postrimerías de la muerte le hereda a sus dos hijos las casas de sus respectivos abuelos y les encarga la responsabilidad de sostener la coherencia del relato. Entonces se muere. Sus hijos la entierran, se abrazan en llanto. Finalmente, y para cumplir con los deseos de la difunta, la olvidan.

CIRCO DE GITANOS

Hay muchas historias que cuentan la fuga de un joven o una muchacha que se cuela a la caravana de un circo y abandona su pueblo de miserias. Supongo que uno de los más conocidos es el que sale en Cien años de Soledad. Pero como ya dije, de estas historias hay muchísimas y a rolete. Hace no mucho, por dar un ejemplo, leí una Premiada Novela que en uno de sus capítulos contaba la historia de una chica que para escapar de los golpes de su padre se mandó a mudar de Copiapó con su improvisado amante, un malabarista gitano con origen en el desierto de Atacama. La constante de estas historias es que el circo no promete un futuro de bienestar y abundancia, sino apenas un futuro, como si los pueblos donde se asientan tuvieran de infernal el estancamiento del tiempo, y el tajo que representa la parodia y el chasco fuera una forma de romper con esa suspensión. Hasta ahora todos me sonaron bastante parecidos, hasta que un compañero en Tribunales me contó sobre el circo de los Hermanos Achalay y la Parturienta.

Entiendo que, como casi todos los circos del mundo, existen hoy en día apenas empobrecidas representaciones de algo que, en definitiva, tenemos grabado en la cabeza como un arquetipo. El Circo es como un signo del zodíaco, pero los circos son como los horóscopos del diario.

Hasta donde entiendo, el de los Hermanos Achalay no tenía nada muy original: al principio hay un grupo de payasos que despliega el comienzo de una historia. Corte. Un domador de tigres hace una gracia. Corte. Regresan los payasos y su cuento avanza. Corte. Tres equilibristas deslumbran al público. Corte. Vuelven los payasos y llevan su cuento hasta el paroxismo. Corte. Viene el tipo que hace piruetas con su moto adentro de una jaula esférica. Corte. Otra vez los payasos y sus ridículas dificultades, corte y etcétera.

El momento cúlmine de la obra de los Achalay llegaba cuando, por un motivo que se me escapa (no presté atención a la historia que contaban los payasos, de tan común que parecía todo) aparecía el personaje de la Parturienta: un tercer payaso hacía de mujer en trabajo de parto y, en vivo, extraía de su vagina y ante el público expectante a una criatura recién nacida, embadurnado en su meconio con strass y miasmas de francachela. La gente aplaudía emocionada y los dos payasos protagonistas se tiraban entre sí la responsabilidad del bebé, como si ninguno quisiera hacerse cargo de la paternidad de la bendición recién aparecida. La gente se desternillaba de risa, los tipos se aventaban al bebé como si fuera una pelota (pero era un bebé). Aquí todo regresaba a los ritmos convencionales del teatro circense: uno de los payasos, con el bebé en brazos, iba hasta el público y le daba el bebé a un tipo cualquiera, sentado al fondo, seguramente, porque esos, los del fondo, son los que menos quieren participar y esa resistencia hace que todo el acto sea mucho más gracioso, por vejatorio, se entiende.

Al momento de entregar el expósito al hombre del público las luces apuntan hacia las gradas. Una vez entregado los payasos vuelven al escenario y las luces van tras ellos. En la oscuridad, grada 42 de la fila 17, queda el tipo y su cara de espanto: el bebé llora, tiene hambre, acaba de salir al mundo. Toca a su vecino de asiento (su esposa, un desconocido, tal vez una nena del pueblo) pero lo chitan para que se calle y no distraiga de lo que está pasando en ese momento (los payasos están en una guerra atómica con sifones de soda), entonces el tipo, con el bebé en brazos, se queda callado, para no pasar por maleducado. La función termina, la gente se retira, y este hombre, que durante toda la función no ha sabido hasta dónde llega el truco de ese extraño artefacto que llora y sufre de frío y se mea encima. La sala se ilumina: el bebé parece tan real (porque es muy real, claro).

Busca algún funcionario del circo, algún empleado, payaso, domador o vendedor de maní que sepa decirle qué hacer con la criatura o dónde se la puede depositar. Corte: hace poco, es más, hace un par de minutos, leí esta frase: “el mundo solo existe porque siempre resulta demasiado tarde para retroceder”. Como si los hermanos Achalay fueran siniestros escapistas han dispuesto todo para que, al momento en que se va el público, se retiren también todos los laburantes, los maquinistas, los payasos, los motoqueros, y las carpas se deshagan en volanta con los camiones en dirección a la ruta nacional. 

El circo de los hermanos Achalay solo daba una única función por cada pueblo que visitaba. Lejos de parecer un truco de magia, la Parturienta iba sembrando de gitanillos el tendal de pueblitos y caseríos por donde pasaba la caravana. Alguna vez salió en un diario local la noticia que alertaba a la población de que si asistían a la función de los hermanos Achalay podían verse en esta difícil situación, pero las advertencias fueron inútiles, ya que al lado del artículo estaba la publicidad del circo, a todo color y a página completa, mucho más atractiva. Si en algún momento se puede decir que el circo contó con cierta fama popular, fue por el efecto contrario: llegó a extenderse la creencia de que los bebés que dejaba la Parturienta traían buena suerte y prosperidad.

Ahora bien, contra todo lo que pueda suponerse, los niños que el circo fue abandonando a lo largo y lo ancho de Selva de Palma no nacían con habilidades circenses. Carecían de cualquier don para el absurdo o la contorsión o el equilibrio. No sabían domar a las bestias ni bañar las manzanas en caramelo. Por el contrario, casi todos ellos terminaban como peones de campo, amas de casa, maestros de instrucción cívica, gendarmes de frontera o, como mi compañero, de auxiliar en un juzgado comercial de la Nación.

 

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