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Chicana o coraje: dos formas de pararse frente al avance narco en Mendoza

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Por Dr. Gustavo Perret – Diputado Provincial

En San Rafael, Mendoza, la inseguridad dejó de ser un dato estadístico para convertirse en una vivencia cotidiana. No es necesario mirar cifras oficiales ni esperar partes policiales: basta con salir a la calle, conversar con comerciantes, vecinos o trabajadores de las zonas más afectadas. En muchos barrios, los llamados “kioscos narco” —puntos de venta de drogas— se multiplican sin que el Estado reaccione. Las bandas que operan no siempre son locales: en muchos casos se trata de grupos organizados que llegaron desde otros departamentos del Gran Mendoza, como Godoy Cruz, Las Heras o Guaymallén. Algunos incluso, según lo denunciado, están liderados por ciudadanos extranjeros.

Frente a esta realidad, el intendente de San Rafael, Omar Félix, decidió dar un paso al frente. En una conferencia de prensa, alertó públicamente sobre el crecimiento del narcotráfico en su ciudad. Lo hizo sin ambigüedades y con una firmeza política poco frecuente en tiempos donde muchos optan por callar. La intención de Félix no fue victimizarse ni generar alarma gratuita. Fue, sencillamente, describir lo que está ocurriendo y exigir —como autoridad local— que el Estado, en todas sus jurisdicciones, actúe.

Pero lo que vino después no fue una coordinación institucional ni un refuerzo de los dispositivos de seguridad. No hubo un comité de crisis, ni una mesa de trabajo con Nación, Provincia y Municipio. La respuesta fue otra: la Unión Cívica Radical, acompañada por el Gobierno Provincial, acudió al Juzgado Federal de San Rafael para solicitar que se cite al propio intendente. El argumento es casi tan insólito como revelador: dicen que, por tratarse de un funcionario público, debió “hacer saber” formalmente lo que denunció.

Es decir, el problema ya no es el narcotráfico, sino quien lo menciona. El que denuncia se convierte en el señalado.

Esta secuencia política es tan grave como simbólica. En lugar de atender la advertencia, el oficialismo provincial eligió convertirla en blanco de persecución. Y lo hizo, además, en sintonía con una estrategia comunicacional que busca instalar la idea de que Félix actuó “irresponsablemente” por hablar del tema. Una inversión del sentido común: en Mendoza, parece ser más riesgoso denunciar el avance del narco que ser parte de él.

Esto no ocurre en el vacío. Ocurre en un contexto donde se percibe una creciente dificultad para canalizar los reclamos legítimos por las vías institucionales. Cuando un intendente pone sobre la mesa una preocupación concreta y urgente, esperaría una reacción proporcional al problema. Pero lo que encontró fue una embestida que apunta a desacreditarlo por decir lo que muchos ya saben y muchos más prefieren no decir.

Mientras tanto, Mendoza arde. Y no es una metáfora.

La inseguridad no distingue ideologías ni geografías. Afecta tanto a las grandes ciudades como a los departamentos del interior. En muchos barrios populares, el Estado está ausente. La policía no entra. Las organizaciones criminales ocupan espacios vacíos. El narco no sólo vende drogas: compra voluntades, impone reglas, siembra miedo. Y cuando el miedo se instala, la democracia retrocede.

Este no es un debate menor ni aislado. Ya en octubre de 2024, un informe emitido por el canal Telenueve de Buenos Aires —disponible en YouTube— alertaba sobre la preocupante “rosarización” de Mendoza: un fenómeno que vincula el crecimiento del narcotráfico con el aumento sostenido del delito y los homicidios, en una lógica muy similar a la que sufre Rosario desde hace años. En ese contexto, los dichos del intendente Omar Félix no son una exageración, sino la confirmación de una realidad que ya no se puede ocultar. El escenario exige con urgencia una intervención estatal articulada, contundente y sostenida en el tiempo. Minimizar este tipo de alertas desde el lugar cómodo de la chicana partidaria o el cálculo político revela no solo una falta de sensibilidad, sino tal vez algo más grave: la desconexión absoluta con la realidad que viven miles de mendocinos todos los días.

Lo más preocupante no es sólo lo que se denuncia, sino lo que no se está haciendo. Porque ante un problema de esta magnitud, la política mendocina debería estar discutiendo cómo fortalecer los mecanismos de prevención, cómo proteger a los jóvenes del reclutamiento narco, cómo articular las fuerzas federales con las locales, cómo blindar las instituciones de la infiltración delictiva. Pero no: hoy discuten si un intendente debió callar.

En ese escenario, la decisión política de Omar Félix de alzar la voz no es un hecho menor. No necesita elogios personales, pero sí debe reconocerse como lo que es: un gesto institucional valiente. En lugar de sumarse al pacto de silencio, eligió el lado incómodo, el lado difícil, pero también el lado correcto. El de los vecinos que ven cómo su barrio cambia. El de los comerciantes que pagan “protección” para seguir abiertos. El de los padres que ya no dejan salir a sus hijos por la noche.

Del otro lado, quedó una dirigencia que, frente a un problema complejo, eligió una respuesta fácil: atacar al mensajero. Una reacción que, lejos de calmar las aguas, las enturbia. Y que deja expuesta una verdad incómoda: cuando el poder elige mirar para otro lado, el que habla se convierte en problema.

La pregunta ya no es solo cómo frenar el avance del narcotráfico. Es otra, más profunda:
¿Puede una sociedad confiar en un sistema político que castiga a quienes denuncian lo que todos saben?

Callar no es una opción. Y perseguir al que habla, tampoco debería serlo.

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