Imagen: Las grandes bañistas-Cézanne

Por Mariela Gelman

Socióloga 

 

Cuando el cuerpo ayuna,

el alma siente hambre.

(frase anónima… o sin un único autor).

El dolor

Hace algunas semanas venía rondándole a la idea de la picardía. Como concepto criollo que sintetiza una actitud y una capacidad que, a mi parecer, hemos perdido. La historia de la política, la estrategia militar o las audacias domésticas, tienen muchas anécdotas que son fruto de la picardía de sus protagonistas.

Al comienzo de este proceso de ocaso del peronismo yo decía “hemos perdido el humor”, todo era y es motivo de acusarse de deslealtad o traición. Pasamos en menos de un siglo, de tener niños que pudieran leer y reír con la suspicacia de Mafalda, a tener adultos que solo pueden reír con un meme. La realidad memética nos quita mucho más de lo que nos brinda, sin duda. A su vez, todo se vuelve de una solemnidad hipócrita. Está lleno de pequeños manuales de lo que se puede y no se puede decir. Pero esta aparente seriedad sobre los asuntos, en lugar de volvernos profundos, nos ha tornado literales. Una amiga me decía “nos vamos a morir de literalidad”, haciendo referencia a la capacidad de entender irónicamente un comentario pícaro se está perdiendo. Vamos quedando en la superficialidad de todo. Irónicamente, en lugar de ser realmente cuidadosos con nuestros comentarios o actitudes, somos más crueles y en vez de hacer una picardía, nos burlamos cruelmente.

Pensaba “¿cuántas de las conquistas sociales de los trabajadores han tenido que ver con la picardía?” Es decir, con hacer audacias desde un lugar lúdico. Como cuando Néstor le toca la rodilla a Bush para “regalarle” esa imagen al fotógrafo en oposición a la foto inversa con De la Rúa de unos años antes. ¿Cuánto necesita un proyecto político de picardía para poder imaginar un mundo distinto? Entonces después me decía “bueno, estás pensando más de lo mismo: la pérdida de lo carnal, de la capacidad de tocarnos a la que nos ha reducido la digitalidad nos ha vuelto sumamente cobardes, y la pérdida de picardía, humor y audacia es otra forma más de esto”. 

A continuación de esas pobres ideas, mi mente se calló varias semanas (gracias a D’os) mientras leía un hermoso libro, donde una vez más otro dice mejor y con más profundidad algo que yo no logro ordenar aún. Se trata del libro de Byung Chul Han “Sobre Dios, pensar con Simone Weil” (2025). Además del talento de este buen hombre, que escribe como si te acariciara, trae el pensamiento de la filósofa francesa y dialoga con términos centrales de la propuesta de Weil: atención, descreación, vacío, silencio, belleza, dolor e inactividad. Vale la pena leerlo, porque recorre un camino cargado de sentido, que te lleva de un concepto a otro con suavidad y profundidad.

Cuando terminé el libro volví sobre mi pensamiento anterior para decirme “que menor perder la picardía cuando, lo que hemos perdido es la capacidad de tener un espíritu religioso”. Un argumento del sentido común para criticar la vida religiosa es criticar el lugar que se le da al dolor, a veces al sufrimiento. Se critica cierta centralidad que ha tenido el dolor en forjar el espíritu religioso como un aspecto innecesario, propio de la coerción institucional, especialmente de las religiones monoteístas. En palabras de Byung Chul Han

Solo el dolor nos enseña esa obediencia que caracteriza a la materia. Sin él, el yo levanta implacablemente la cabeza. El dolor materializa el alma. La sitúa en la pasividad primigenia de la materia. El dolor pierde hoy en día su poder para abrir el mundo. Se medicaliza y se le priva de su idioma, incluso se le priva de su magia (pp. 97, 101).

Al mismo tiempo, en tanto que como sociedad hemos ido perdiendo nuestra capacidad religiosa nos hemos ido volviendo (entre varias otras cosas) fóbicos al dolor. La algofobia en todas sus expresiones reina en actitudes cotidianas y en discursos hegemónicos. Desde los consejos mindfulness hasta la psicoterapia y la psiquiatría. Claro que estoy generalizando, no toda práctica de yoga ni toda sesión de terapia ni todo tratamiento psiquiátrico sucede en este terreno acrítico y funcional al sistema. Pero si nos abstraemos de las excepciones y vemos lo que se construye como discurso hegemónico notamos lo que lidera una época, su espíritu (o la falta de éste).

Contradictoriamente, aunque somos cobardes como, quizás, en ningún otro momento histórico, somos una sociedad que no puede para de generar dolor. ¿Será que nuestra incapacidad de espíritu religioso nos volvió incapaces de saber qué hacer con el dolor? Voy trazando una línea de pérdidas: perdimos el deseo de encontrarnos mamíferamente con otros y otras de tanto usar medios digitales para resolver lo que cualquier especie resuelve con bastante menos dificultad; perdimos el orgullo de decirnos peronistas porque nuestro movimiento se va diluyendo en un partido político en el que sus dirigentes no nos pueden defender porque están atrapados en los laberintos de sus “buenos acuerdos” que los mantienen en sus barrios privados, vacaciones al exterior y prepagas que los salvan del calvario de sacar un turno por osep; perdimos el orden espacio/temporal porque no tenemos rituales que nos ayuden a distinguir el día de la noche y lo sagrado de lo profano, entonces estamos despiertos toda la noche viendo series y durante el día medio adormilados en un continuo que no se detiene nunca porque el tiempo se desordenó, se trabaja cualquier día y no se descansa (o se descansa con culpa por no estar haciendo nada productivo, no estar paseando o haciendo deporte); perdimos la memoria, somos incapaces de aprender de la historia humana, capaces de perder el derecho a una jornada de ocho horas, testigos del exterminio de palestinos cuando la memoria de la Shoá y los pogrom aún arden. Pienso, en realidad, que siempre escribo sobre lo mismo producto de una preocupación existencial.

Han pasado dos años desde que asumió este gobierno, y con él todo el mundo se va tiñendo de crueldad letal. Estropeados, algunos más otros menos, vamos cayendo en desgracia, todo se pone cuesta arriba y el aturdimiento es penetrante. Como una ratita en su ruedita vuelvo a las dos mismas preguntas de siempre ¿qué nos pasa? Y ¿qué vamos a hacer? ¿Será que la falta de espíritu religioso nos ha vuelto tan cobardes? ¿Habrá allí una relación? ¿Un cabo por atar? Voy pensando y creyendo cada vez más que sí, pues si pienso en salir a marchar y que me caguen a palos me dan ganas de huir como rata por tirante. Dudo que ese temor sea solo mío, pienso “para qué poner el cuerpo allí si igual todo esto se va a la mierda, mejor me quedo en casa, salvo el pellejo y cuido a mi hija y mis plantas” Después pienso “¿cómo vamos a parar la contaminación del agua y la reforma laboral si no ponemos el cuerpo? ¿qué hija voy a cuidar cuando nos quedemos sin biósfera para habitar y nos la hayamos devorado con nuestra imparable tecnosfera?”

Que trampa haber luchado contra la institución religiosa y ahora luchar contra los estados para que prime la lógica del capital y no exista nada por encima de la tiranía individual. Pasamos de batallar contra la coerción institucional para que no fuera obligación taparse la cabeza con una kipá, el cabello con un velo, vestir de negro por el luto y no supimos parar. Ahora resulta que no somos capaces de respetar un semáforo en rojo y matamos valiosas vidas por esa incapacidad de contenernos. Nada nos detiene porque no hay mirada por encima de nuestras cabezas, somos los supremos humanos. Que plaga tan ridícula resultamos ser, con nuestros artefactos digitales, mandando dinero de una plataforma a otra y comprando ropa barata en conteiner.

Si fuéramos sabios, habríamos de ser capaces de aprender de la experiencia ajena sin necesidad de transitar en la propia carne el dolor, la pérdida, el sufrimiento. Pero la sabiduría no es un don de nuestros tiempos. Es como dice el desesperado final del diálogo de Tatita D’os[1] con Caín en la obra Terrenal, pequeño misterio ácrata:

Tatita: Ustedes solo tenían que estar. Escuchar la música celeste y estar. Escuchar la armonía y bailar. Los puse acá a que escuchen y bailen y vos infeliz te pusiste a edificar una peña con boletería y marquesina. A cobrar la entrada y pelear por el cartel.

Caín: ¡¿Ganarás el pan con el sudor de tu frente tampoco?! Está en una zamba suya. ¿O no es suya?

Tatita: ¡La música! Yo solo escribo la música, pelele. Notas para hacer bailar. ¡Pulsos! ¡Latidos! ¿Para qué mierda sirve la letra? Para distraer del baile. Para ensuciar las notas con acentos mal puestos. Yo música pura. La música del universo. Yo concierto. Las letras las encajan los monos. Se trata sólo de entender, pero los monos ¡Explicar! ¡El libro! ¡La palabra! Cosa de ustedes… Andá a reclamarle a los monos. Turistas pintando su nombre con brea en las rocas del panorama. Arruinadores del paisaje…Los pongo a girar el pericón y me lo paran para decir relaciones. La música es el contenido, cuándo la van a entender.

Hemos perdido el sentido de la responsabilidad sobre la realidad que habitamos, y con ello, la capacidad de imaginar y hacer otro mundo posible. Esta realidad oprobiosa en la que nos despertamos cada día no es responsabilidad de nadie más que de nosotros mismos.

[1] El D’os gaucho de esta obra teatral de Mauricio Kartun que reversiona la historia de Caín y Abel para relatar la tragedia humana.

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