Por Juan Carlos Villegas
La reforma laboral que impulsa Milei no es ni más ni menos que un rediseño político del poder en el mundo del trabajo, orientado a fortalecer a las patronales y sobre todo a debilitar a los trabajadores en todos los frentes posibles. En el plano económico, traslada miles de millones de dólares anuales desde la seguridad social hacia el bolsillo de los empresarios más grandes del país, haciendo que las indemnizaciones sean gratuitas. La reducción de contribuciones y el recorte a las obras sociales con los que se financiará el fondo de despidos implican que jubilados, asalariados y beneficiarios de asignaciones familiares serán los verdaderos financistas de este sistema oprobioso. La enorme facilidad para despedir trabajadores genera además un marco en el que se harán más factibles los abusos laborales por parte de empresarios inescrupulosos, con posibles exigencias por fuera de la relación contractual (horas extras impagas, tareas no remuneradas, francos negados, etc.) puesto que siempre existirá la amenaza de despido (ahora gratuito) como un fácil disciplinador.
En el plano colectivo, la reforma avanza sobre la organización sindical para reducir su capacidad de presión y su poder negociador. Al convertir casi cualquier actividad en “servicio esencial”, la norma vacía de contenido el derecho de huelga, obligando a sostener entre el 50% y el 75% de la actividad por más legítimo que sea el conflicto. Las asambleas en las empresas quedan bajo supervisión patronal y sin goce de salario, y los convenios colectivos pierden centralidad frente a acuerdos por empresa, donde los trabajadores llegan siempre en inferioridad de condiciones puesto que en estos casos se profundizará la asimetría de poder entre las partes. El mensaje político es contundente: desmontar los mecanismos legales históricos con los que el movimiento obrero organizado equilibraba la balanza frente al poder económico.
El proyecto también busca fragmentar y desfinanciar a los sindicatos, debilitando su músculo organizativo. La eliminación de la obligación patronal de actuar como agente de retención y la exigencia de autorización individual para aportes de los no afiliados (cuando se benefician de los logros de la negociación colectiva) no apuntan a mejorar la transparencia, sino a erosionar el funcionamiento de los gremios. Al mismo tiempo, se habilita la proliferación de sindicatos de empresa y se otorga margen para negociar en ámbitos atomizados condiciones clave como vacaciones o jornadas. Es una estrategia de dispersión: dividir para restar fuerza, pulverizar la representación y asegurar que la negociación se dé en el terreno donde la patronal es más fuerte y los trabajadores separados son más débiles.
Por último, las modificaciones a la Ley de Contrato de Trabajo terminan de asegurar una relación laboral individualizada, disciplinada y más asimétrica. Se facilita la tercerización, se reduce la indemnización y se limitan las vías judiciales, mientras se habilitan mecanismos como bancos de horas o fraccionamiento de vacaciones por “acuerdo individual”, una ficción en la que el empleado siempre negocia desde la debilidad que le impone la necesidad. Incluso los trabajadores de plataformas quedan sin muchos avances reales mientras que los dueños de estos sistemas quedan protegidos frente a posibles reclamos por relación de dependencia oculta en el futuro.
Esta reforma, con la excusa cínica de pretender facilitar la creación de empleo, no sólo cambia normas y fuentes de financiamiento: cambia el equilibrio histórico del poder en el mundo laboral argentino. No apunta a modernizar, sino a que la balanza vuelva a inclinarse —y de manera estructural— hacia quienes ya tienen mayor capacidad económica y política. En definitiva, una reforma laboral, que bajo el eufemismo de “modernizar las relaciones laborales” solo viene a cumplir el sueño húmedo de la vieja oligarquía nacional: volver a los derechos laborales casi nulos que existían antes de la llegada del peronismo.